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domingo, 6 de noviembre de 2011

LA GRANJA DE LA ABUELA


Quiero compartir una entrañable historia que me llegó el sábado desde Barquisimeto, Venezuela, a través de un correo eletrónico de un buen amigo.
Este amigo se llama Marcos Sánchez Urquiola, y aunque no tengo el gusto de conocerlo personalmente, (mantenemos contacto a través de otro amigo común) sé que es un apasionado de la Literatura y escribir es su gran pasión y su profesión.
Mi amigo Marcos estuvo un tiempo viviendo en España, y el sábado me contaba que había regresado de nuevo a su país, que llevaba ya allí seis meses y que todo le iba bien. Pero que recordaba mucho a nuestro programa de radio del Chinchorro de la ONDA TAGOROR, la emisora gomera de nuestro amigo Sito Simancas. Y entonces me contó una bellísma historia de su infancia que le venía a su memoria cada vez que escuchaba el chinchorro.
Y me decía así:

Muchas veces me he preguntado que era lo que me llamaba la atención de escuchar el programa El Chinchorro, y en estos días, mientras conducía por Cabudare, una ciudad satélite de Barquisimeto, se me vino un recuerdo a la cabeza.
Cabudare queda a solo 4 Km de Barquisimeto y es una ciudad dormitorio con casas y edificios por todas partes, ya no se ve la tierra; todo está encementado o pavimentado pero hace cuarenta y tantos años atrás cabudare era un pueblito muy quieto, muy calladito, muy soleado, con mucho calor.  Aquí en Lara se le dice "playas" al terreno extenso y seco, cuarteado, donde no crece ni la maleza porque Lara es zona xerófila.  Pues Cabudare tenía sus "playas" y por esos playones existían pequeñas granjas de marranos y ovejos, cada una con tanques de aqua de hormigón para guardar el escazo líquido.  Mi abuela paterna tenía una granja en una de esas playas, donde íbamos todos los sábados religiosamente. Tomábamos el autobús en Barquisimeto hasta un sitio en Cabudare y de allí caminábamos por las playas como 2 o 3 kilómetros hasta llegar a la granja. Los vecinos estaban muy lejos el uno del otro, pero desde lejos se veían las palmas blancas levantarse en cordial saludo y después agitarse rápidamente ràpidamente de adelante hacia atrás para luego con el dedo indice dibujar un círculo en el aire.  Mi abuela abría las ventanas de la casa y el vapor salía oliendo a viejo y a guardado.  Comenzaba el trabajo, los marranos, los ovejos, hablar con el encargado. Mi trabajo era mucho más fácil, buscar en los árboles a ver si habían mamones, semerucos, mangos, tamarindos o guayabas; ver que tan lleno estaba el tanque y caminar hasta el fondo de la casa a ver si todavía habían murciélagos durmiendo colgados cabaza abajo. Sí siempre estaban allí.  A eso de las 2 de la tarde comenzaban a llegar los vecinos saludando todos con un solo brazo el brazo de mi abuela.  Llegaba don Carmelo, con una gallina hablando mucho pero no se le entendía nada de lo que decía por el acento italiano tan duro, llegaba doña Alicia con plátanos y un trapo amarrado en la cabeza y los isleños de apellido Peña, parientes lejanos de mi abuela llegaban con sacos de hortalizas. Recuerdo los ojos color miel de los Peñas y el acento con que hablaban.  El viejo Peña con un tabaco en la boca, apagado ya casi desecho y deshojado, dándole vueltas de una esquina de la boca a la otra sin tocarlo y un bigotón entre canoso y catire (rubio) que le nacía desde dentro de la naríz.  las conversaciones eran largas y amenas, siempre acompañadas de algún dulce que la abuela llevaba; lechosa, durazno o cabello de ángel, todos siempre con más clavos y canela de lo que he visto desde entonces. Pero todo esto ocurría con música de fondo. Un sonido lejano que se hacía más fuerte cuando venteaba. Rancheras mejicanas casi siempre, Javier Solís, Jorge Negrete, Pedro Infante sonaban una y otra vez compartiendo el escenario de los playones y los burros caminando solos buscando un cují (el único árbol que se da en esta zona xerófila) para protejerse del catire tan arrecho (el sol tan bravo).  Como a un kilómetro de la granja de la abuela había una antena larguísima con unos altavoces en la punta y abajo un rancho hecho de 4 latas de zinc al lado de un poste de luz. Allí un señor tenía un tocadiscos y ponía canciones de los discos que llevaba en un burro que siempre estaba amarrado detrás del rancho. 4 canciones por un real (un real era una moneda de 50 céntimos de bolívar).  Por una locha (un cuarto de real) el señor saludaba a quien tú quisieras cuando terminaba de anunciar las propagandas de la carnicería o de anunciar las fiestas patronales. Recuerdo cuando mi abuela me mandaba a la antena con un papelito en la mano y un bolívar para 4 canciones y 4 saludos. hace unos días pasé frente a la casa, ya no hay playas, no hay burros, ni marranos ni ovejos. Las granjas ya no existen, hoy es un barrio como cualquiera. Pero la casa de la granja de la abuela todavía está allí, no la han cambiado, está igualita. Lejanos recuerdos. Más de cuarenta años. Me pregunto si todavía en la parte de atrás de la casa hay murciélagos...

¿A  que es una bonita historia? ¡Gracias, Marcos!

1 comentario:

Ligia dijo...

Una bonita historia de lejanos recuerdos que, curiosamente, a medida que pasan los años, parece que recordamos con más claridad. Abrazos